En un parque infantil de San Francisco, el 22 de noviembre de 2021, Deisy Ramírez reflexiona sobre cómo encontró seguridad aquí después de huir del cautiverio en Guatemala. (Tyche Hendricks/KQED)
Deisy Ramírez se despertó antes del amanecer el día de su audiencia final de asilo el pasado noviembre. Estaba temblando de nervios, pero se levantó y se preparó una taza de té para calmarse. Su destino estaba en manos de uno de los jueces de inmigración más duros de San Francisco.
Ramírez y su abogado se habían preparado tres veces para que ella declarara, pero cada vez, la audiencia programada se pospuso debido a la pandemia del COVID-19. Revisar lo que había vivido cada vez seguía siendo algo desgarrador.
Ramírez, de 24 años, creció en el altiplano rural de la provincia de San Marcos, en Guatemala. Es una de ocho hijos, y dijo que su padre a menudo golpeaba a su madre y maltrataba a sus hijas. Cuando Ramírez tenía 14 años, dijo, su padre la vendió a Ernesto y Eugenia Cinto, los propietarios de un bar donde él solía beber. Estaba a 30 minutos a pie de su casa.
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Esta familia la aprisionó, exigiendo que cocinara, limpiara y sirviera a los clientes del bar sin pagarle. Dijo que fue obligada a mantener una relación sexual con el hijo de la pareja, Dembler Cinto, de 18 años, que la golpeaba y violaba habitualmente. Este engendró sus dos hijos.
“Me trataron como una esclava”, dijo. “Estuve muy asustada todo el tiempo”.
Ramírez es una de las miles de personas que buscan protección frente a la violencia de género en un sistema de asilo estadounidense que fue eviscerado durante la presidencia de Donald Trump y que solo ha sido restaurado parcialmente por el presidente Joe Biden.
El gobierno de Biden se está preparando para levantar el Título 42, la normativa de salud pública que se desplegó en marzo de 2020 al comienzo de la pandemia para expulsar a los solicitantes de asilo en las fronteras de los Estados Unidos. Pero el presidente Biden aún no ha cumplido su promesa de aclarar los motivos por los que las personas pueden solicitar asilo.
Hace más de un año, el presidente prometió una pauta que detallaría quién puede ser considerado miembro de un “grupo social particular” (enlace sólo en inglés), una categoría de asilo ambigua que proviene de una convención internacional de refugiados de 1951. Los defensores de inmigrantes esperan que la nueva definición incluya a las personas que han sufrido violencia de género, y afirman que el retraso está poniendo a mujeres como Ramírez, que han huido de la persecución infligida específicamente por ser mujeres, en riesgo de sufrir más violencia.
En 2019, cuando Ramírez tenía 21 años, logró escapar de Guatemala con sus hijos, que entonces tenían 3 y 5 años.
Mónica Valencia, su abogada del Centro Legal, reforzó la solicitud de asilo de Ramírez con más de 500 páginas de documentos, incluyendo informes sobre las condiciones del país y declaraciones juradas de expertos.
Pero mientras se preparaba para ir al tribunal la tensa madrugada del 17 de noviembre, Ramírez sabía que tendría que contar su historia en voz alta y pedir protección al juez Joseph Park.
Park fue nombrado juez en 2017 por el entonces fiscal general Jeff Sessions. En sus primeros tres años como juez, Park denegó casi el 87% de los casos de asilo que se le presentaron (enlace sólo en inglés), mucho más que la tasa promedio de denegación del 67% a nivel nacional.
Según la ley de asilo estadounidense, Ramírez tendría que convencer a Park de tener un temor bien fundado a la persecución en Guatemala por uno de los cinco motivos: raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenecer a un grupo social determinado, y además tendría que demostrar que su gobierno tuvo responsabilidad en esta persecución o no la había protegido.
Valencia presentó el testimonio de un experto en el caso de Ramírez, demostrando que la violencia doméstica, la violación, el feminicidio (enlace sólo en inglés) y el matrimonio forzado, incluyendo a los padres que venden a sus hijas para que se casen a temprana edad, son prácticas comunes en Guatemala y se tratan con impunidad.
Ella basó el caso en parte en un fallo anterior, conocido como Matter of ARCG (enlace sólo en inglés), el cual catalogó a las mujeres guatemaltecas que huían de la violencia doméstica como miembros de un grupo social particular con motivos para solicitar asilo. Pero ese argumento iba en contra de la manera en que se interpretó la ley de asilo durante el mandato de Trump.
“Antes se pensaba que las cosas que le ocurrían a la gente en la intimidad de sus hogares no eran motivo de preocupación para los derechos humanos”, dijo Karen Musalo, directora del Centro de Estudios de Género y Refugiados de la Facultad de Derecho de la Universidad de California Hastings. “Así que las mujeres podían morir quemadas, golpeadas y asesinadas”.
Pero desde la década de los 80, la comprensión de los derechos humanos ha evolucionado para reconocer que “los derechos de las mujeres son derechos humanos y los gobiernos tienen la responsabilidad de proteger los derechos humanos de sus ciudadanos”, dijo Musalo.
“La idea de protección a refugiados es que la comunidad internacional proteja a las personas cuando su gobierno les falla”, añadió.
Sin embargo, las decisiones jurídicas sobre el asilo aún pueden verse influidas por las inclinaciones políticas de futuros gobiernos. Esto se debe a que los tribunales de inmigración no son independientes del Departamento de Justicia, y además, el gobierno aún no define claramente (enlace sólo en inglés) la categoría de asilo, “grupo social particular”. Está mal definida.
En su segunda semana en el cargo, Biden emitió una orden ejecutiva (enlace sólo en inglés) en la que prometía revisar, en un plazo de seis meses, si las protecciones estadounidenses para las personas que huyen de la violencia doméstica o de las bandas criminales son “coherentes con las normas internacionales.” La orden también prometía una nueva norma (enlace sólo en inglés), en un plazo de nueve meses, para definir “grupo social particular”.
Pero más de un año después, la revisión y la norma no están a la vista, y los solicitantes de asilo como Deisy Ramírez se enfrentan a una situación turbia en los tribunales de inmigración, mientras los jueces se enfrentan a una acumulación de casos agravada por la pandemia.
El retraso en la definición de los motivos de asilo, al igual que el retraso de Biden en terminar la aplicación del Título 42 en la frontera, refleja una tensión entre aquellos en la administración que quieren impulsar posiciones humanitarias, y aquellos que temen que el retroceso de las políticas restrictivas de la era de Trump podría perjudicar a los demócratas en las elecciones intermedias al Congreso, dijo Musalo.
Revivir el trauma en los tribunales
Ramírez se preparaba para su día en el tribunal, no seguía estas sutilezas legales y políticas. Sólo sabía que ella y sus hijos habían sufrido horrores en Guatemala y que habían huido a los Estados Unidos en busca de seguridad.
“Fue la decisión más difícil que he tomado”, dijo. “Pensé, ‘¿Qué voy a hacer si me encuentran? Me van a matar, y podrían matar a los niños, podrían hacerles daño, podrían venderlos'”.
La mañana de su audiencia, Ramírez se puso una falda larga y floreada, se peinó su pelo castaño que le llegaba hasta la cintura y consiguió que la llevaran al juzgado ubicado en el centro de San Francisco. Pasó por el detector de metales y tomó el ascensor hasta el cuarto piso. El tribunal estaba vacío, salvo por dos abogados y un asistente de su equipo jurídico. Ramírez también me había permitido asistir a esta sensible audiencia que cambiaría su vida.
Un empleado inició un enlace de vídeo que conectaría al juez y al intérprete del tribunal, y marcó la línea telefónica para el fiscal del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés). Luego volvió a caminar por el pasillo vacío hacia su oficina.
El revestimiento de madera color marrón de las paredes de la sala estaba rayado y arañado. En el respaldo de uno de los bancos de madera para espectadores, alguien había grabado las palabras “amor” y “feliz”.
Park apareció en un gran monitor de vídeo y explicó el procedimiento. Su voz estaba distorsionada, como si hablara desde el fondo de una piscina, pero cuando la intérprete repetía sus palabras en español, su voz era clara.
Durante la siguiente hora y media, Valencia guió a Ramírez a través de su desgarrador testimonio.
“¿Por qué cree que su padre la vendió a la familia Cinto?”, preguntó Valencia.
“Mi padre me dijo que nosotras, como mujeres, no valíamos nada”, respondió Ramírez. “Y que le pertenecíamos como su propiedad”.
“¿Estás casada con Dembler Cinto?”, preguntó Valencia.
“No. Cuando tenía 14 años me obligaron a estar con él”, dijo Ramírez. “Sus padres me dijeron, cuando mi padre me dejó, que sería su mujer”.
“¿Qué tipo de palabras usaba cuando abusaba de ti?”, preguntó Valencia.
“Dijo que las mujeres habían nacido para servir a los hombres”, respondió Ramírez, con la voz quebrada. “Dijo que yo era una puta y que era su esclava”.
“¿Alguna vez hubo marcas físicas en tu cuerpo?”, preguntó la abogada.
“Sí, cada vez que me hacía daño tenía moretones en las piernas y en los brazos, en la cintura y en la cara”, respondió Ramírez. “Me sangraba la nariz y la boca”.
Ramírez describió años de servidumbre forzada, lenguaje degradante y palizas y violaciones regulares. Dijo que se le exigía que llevara poca ropa cuando trabajaba en el bar, donde los hombres le tocaban el cuerpo. En algunas ocasiones, dijo, llegaron agentes de policía y bebieron en el bar.
“Podían ver que era una niña de 14 años que estaba golpeada”, dijo Ramírez. “Y nunca intentaron ayudar”.
Además, nunca había visto a la policía ayudar a las mujeres maltratadas. Cuando Ramírez aún vivía en su casa, dijo que su madre había acudido a la policía tras recibir una paliza sangrienta de su padre, pero los agentes dijeron que era un asunto doméstico y no intervinieron, al igual que ignoraron a otras mujeres del barrio que sufrían abusos.
Ramírez dijo que normalmente la encerraban en la casa y que Dembler Cinto la amenazaba con que si alguna vez le contaba a alguien sobre el trato que recibía o intentaba irse, la mataría y le haría daño a los niños.
El relato de las experiencias traumáticas fue agotador. Para ayudarla a mantenerse firme, me dijo Ramírez más tarde, Valencia le había enseñado ejercicios de respiración.
“Siempre terminaba nuestras conversaciones con un ejercicio para que yo supiera que estaba en un lugar seguro”, dijo Ramírez. “Sus palabras me ayudaron mucho”.
“Son técnicas de enraizamiento para volver a tu cuerpo”, dijo Valencia, que practica la meditación.
Ramírez dijo que la práctica la ayudó a reunir el valor para contar su historia en el tribunal. Pero su mayor valor lo encontró tres años antes, cuando escapó de la familia Cinto.
La fuga
Fueron sus hijas, Stefany y Alexis, quienes le dieron la fuerza para liberarse, dijo. Cuando pasaron de ser bebés a niños, su padre se volvió cada vez más abusivo, azotándolas con un cinturón.
“Era muy difícil ver cómo les pegaba, cómo les hablaba”, dijo. “No quería que sufrieran lo mismo que yo, porque eso te deja cicatrices, realmente, para toda la vida”.
Mientras sus hijas crecían, Ramírez también se transformó de ser una adolescente a una mujer. Una mañana vio su oportunidad y la aprovechó.
“Me dije: ‘Es hoy. Si no lo intento hoy, ¿entonces cuándo?'”, dijo.
Ese día de febrero del 2019, dijo que Dembler Cinto y su padre habían salido a comprar licor para surtir el bar y su madre estaba de compras. Con una hora rara a solas, Ramírez dijo que tomó un fajo de dinero en efectivo de Dembler, agarró a las niñas y se subieron a una camioneta que tenía una ruta diaria que conducía a los pobladores a Coatepeque, una ciudad más grande ubicada a 40 minutos de distancia.
“A partir de ahí, mi idea era llegar a México. Porque si me quedo en Guatemala, me van a encontrar más rápido”, me dijo.
Al principio, Ramírez tenía mucho miedo de hablar con la gente. Tocaba las puertas y se ofrecía a lavar la ropa a cambio de comida o dinero. A veces, ella y las niñas dormían en las estaciones de autobús bajo tan sólo con una cobija. Pero también conocieron a extraños amables que les ayudaron, y Ramírez dijo que se dió cuenta de que había gente en la que podía confiar.
Ramírez compró un teléfono móvil y llamó a su madre. Era la primera vez que hablaban en años, y se enteró de que varios de sus hermanos se habían trasladado a San Francisco, huyendo de la violencia en su país en cuanto pudieron salir.
“Mi madre me dio el número de mi hermana porque sabía que necesitaba ayuda”, dijo.
Así que Ramírez se fue rumbo a la frontera entre Estados Unidos y México, y cuando llegó allí, les dio el número de teléfono de su hermana a los agentes fronterizos.
“Mi hermana les dijo que tenía una habitación donde mis hijas y yo podíamos quedarnos. Fue como si se cayera el cielo, porque realmente no tenía ni idea de lo que iba a hacer”, dijo Ramírez. “Pero ella nos abrió las puertas. Y luego me ayudó a encontrar trabajo y a empezar a estabilizarme”.
Asilo concedido
Al concluir la audiencia de asilo, Valencia se centró en unos últimos puntos cruciales para probar su caso ante el juez.
“¿Alguna vez pidió ayuda?”, preguntó la abogada.
“No”, dijo Ramírez. “Tenía miedo de que si volvía a casa, mi padre me llevaría de nuevo con la familia Cinto. Decía que eran mis dueños”.
Ramírez explicó que no tenía ninguna base para confiar en que las autoridades locales la protegerían, y que no creía que pudiera estar segura en ningún lugar de Guatemala.
“En Guatemala se trata mal a las mujeres”, dijo Ramírez.
La fiscal del ICE, Juliet Boss, dijo que no iba a interrogar a Ramírez, lo cual sorprendió a Valencia
“Ella ha cubierto todo”, dijo Boss al juez.
Dijo que si Ramírez ganaba su caso, el gobierno no apelaría. Esto concuerda con las directrices de la administración Biden (enlace sólo en inglés) del año pasado, en las que se pedía a los abogados del ICE que usaran su discreción para decidir a quién procesar, pero no era lo que el equipo del Centro Legal esperaba de los normalmente agresivos fiscales del ICE.
Luego llegó el turno del juez. Ramírez y sus abogados miraron el monitor de vídeo en el que Park estaba sentado con su toga negra. De los 40 jueces del tribunal de San Francisco, sabían que él era uno de los menos propensos a conceder el asilo. Si Ramírez perdía, podría ser deportada.
“Señora, hemos escuchado su testimonio”, dijo Park. “El tribunal ha determinado que usted es elegible y merece asilo a discreción del tribunal. Así que usted y sus hijos serán asilados en los Estados Unidos”.
Tras un agradecimiento de Ramírez y unas cuantas formalidades, la señal de vídeo se apagó. Ramírez y sus abogados se quedaron solos en la sala. Se levantaron y se abrazaron. Todos lloraron.
“Gracias, gracias, gracias”, dijo Ramírez. “Son realmente personas muy especiales”.
Las mujeres recogieron sus abrigos, sus documentos y pasaron por delante de los guardias de seguridad y salieron a la calle. Mientras se dirigían a una cafetería Peet’s cercana para celebrarlo, comenzaron a charlar.
“Estaba nerviosa por este juez”, dijo Valencia. “El caso de Deisy es el más fuerte de asilo que he argumentado, pero él tiene fama de ser duro”.
Y añadió: “Nunca había estado frente a un fiscal del ICE que se negara a interrogar”.
En el mostrador, Ramírez pidió un chocolate caliente con crema batida.
Era el tercer caso de asilo que el equipo de Centro Legal ganaba en sólo cuatro días, dijo la colega de Valencia, Abby Sullivan Engen, y probablemente el resultado de las interpretaciones más generosas de la ley de asilo por parte de la administración Biden.
Unas semanas más tarde, otra clienta, también una mujer que huía de la violencia de género en Guatemala, obtuvo el asilo de un juez de inmigración de San Francisco igualmente duro.
Iris Diéguez declaró que estuvo casada con un policía guatemalteco que la violó y amenazó y que, cuando consiguió una orden de alejamiento, los compañeros de su marido se negaban a hacer cumplir la orden.
La jueza Julie Nelson reconoció que Diéguez debía haberse sentido frustrada ya que llevaba esperando su día en el tribunal desde el 2013.
“Pero”, le dijo a Engen, la abogada, “puede funcionar a su favor, dados los cambios en la ley”.
Al concluir la audiencia, Nelson explicó su razonamiento a Diéguez.
“Usted ha argumentado que fue perjudicada porque formaba parte del grupo social de mujeres guatemaltecas… sí encuentro que es un grupo social particular reconocible, basado en la ley”, dijo. “Y sí encuentro que usted testificó de manera creíble que [su esposo] y otros la trataron de la manera en que lo hicieron debido a su animadversión hacia las mujeres guatemaltecas y a usted como mujer guatemalteca”.
Entonces Nelson concedió asilo a Diéguez y a su hija.
Ramírez y Diéguez tienen ahora la seguridad de saber que pueden vivir permanentemente en los Estados Unidos. Pero los defensores dicen que hay demasiados solicitantes de asilo que se quedan sin saber cuáles son sus posibilidades de protección, porque el gobierno de Biden no ha emitido la norma que prometió en febrero de 2021 para aclarar los motivos de asilo basados en la pertenencia a un “grupo social particular”.
“Creo que será más claro para los solicitantes y será más claro para los adjudicatarios”, dijo Musalo. “Hará que las cosas funcionen mejor”.
Una mejor vida en San Francisco
Ahora que ya tiene asilo, y pronto una tarjeta de residencia que la establece como residente permanente en los Estados Unidos, Ramírez puede evaluar la nueva vida que está construyendo para su familia.
Me reuní con ella unos días después de la audiencia de asilo en su casa del distrito Bayview de San Francisco, y nos dirigimos a un parque cercano.
Mientras caminábamos por la calle bajo el sol otoñal, Stefany y Alexis, que ahora tienen 8 y 6 años, brincaban por delante. Las niñas se detuvieron para admirar una procesión de hormigas que escalaban por el tronco de un árbol, y luego se echaron a correr cuando llegamos al parque infantil.
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“Son inseparables”, dijo Ramírez. “No sé si es por lo que han pasado, pero lo hacen todo juntas”.
Mientras caminábamos, Ramírez empujaba un cochecito (también conocido como una carriola). Sus hijas tienen ahora una hermanita, Irma. Nos sentamos en un banco del parque, y ella rebotaba a la bebé sobre sus piernas y me contó cómo conoció al padre de Irma.
En San Francisco, Ramírez comenzó a asistir a la iglesia de su hermana. Allí conoció a otros guatemaltecos, entre ellos a Cristian Aguilar, un joven que había sido compañero de juegos de su infancia en su pueblo de San José Chibuj. Ramírez dice que Aguilar se convirtió en un amigo de confianza. Con el tiempo, su vínculo se convirtió en amor y se casaron.
“Al principio fue muy difícil”, dijo. “Pero siempre me dio una sensación de seguridad. Y es maravilloso con mis hijas. Se sienten muy cómodas con él”.
Aguilar trabaja como mensajero médico, llevando sangre entre hospitales y clínicas. El costo de la vida en San Francisco es elevado, pero se las arreglan compartiendo la casa de cuatro dormitorios con sus padres y hermanos, lo que hace que el hogar sea de 10 personas.
Esperan tener su lugar propio algún día, y Ramírez, que sólo estudió hasta el séptimo grado en Guatemala, espera eventualmente volver a la escuela y encontrar un buen trabajo. Sabe que en éste país es difícil mantener a una familia con un solo ingreso.
Por ahora, sin embargo, Ramírez está enfocada en recuperarse. Ha acudido a un psicólogo y está estableciendo relaciones con sus hermanos y su madre, que, según ella, sigue sufriendo abusos en su país. Ramírez no ha hablado con su padre, así que quizá nunca sepa por qué la vendió a los Cinto. Tal vez fue una forma de cubrir su cuenta de bar, dijo. Sólo quiere dejar todo atrás.
Lo más importante para Ramírez es el bienestar de sus hijos, y sabe que eso está relacionado con su propia condición de mujer.
“Aquí, en Estados Unidos, las mujeres son libres, son iguales, pueden hacer cualquier cosa”, dijo. “Aquí tengo oportunidades que serían imposibles en Guatemala. Y mi hija, mis hijos, estarán seguros aquí”.
Las lleva al parque infantil casi todos los días.
“Quiero que sus mentes estén en paz para que puedan disfrutar de su infancia”, dijo. “Porque sólo se es niño una vez en la vida. Y creo que merecen ser felices”.